La fruta que los parió.

Nada más lejos de mi intención que la de entretenerle con denuncias genéricas a la sazón de lo que estamos viviendo en nuestro país y el resto de Europa en el marco de la gravísima crisis en la que nos sumieron nuestros gobernantes, banqueros y especuladores a nivel mundial.

Mi objetivo es más concreto. Mi denuncia, una entre miles, pretende narrar los hechos y la realidad de una fracción del sector agrario próxima a sus casas, en nuestra querida tierra oscense. Un pequeño pueblo de la franja entre Aragón y Cataluña. 

Si bien es verdad que la situación puede, lamentablemente, extrapolarse a muchos de los buenos pueblos colindantes, así como a muy diversos puntos del grueso de nuestra geografía nacional, quiero detallarles uno muy conocido, de primera mano, por el que aquí les habla.

La historia se centra en un concreto almacén de fruta a las afueras del pueblo. Un almacén donde se compra melocotón, nectarina, pera, manzana… a los agricultores de la zona y donde la trían y empaquetan para posterior venta y distribución. 

Con 16 años, un servidor estrenó dicho almacén, agradeciendo entonces tener un trabajito de verano, a la sombra, donde ganar unos duros para sufragar los propios estudios. Eran otros tiempos, mucho más benignos, a mediados de los 90, cuando el hambre de posguerra yacía lustros olvidado, los derechos del trabajador se cotizaban al alza y este pequeño almacén abría sus puertas cubriendo un nicho de oportunidad creciente que, en honor a la verdad, nadie supo aprovechar de mejor modo.

Pero se ha hecho fuerte ahora, demasiado, alimentado por la bondad de las comunidades agrarias locales, el marco de crisis actual, la necesidad y el miedo que proyectan a diario nuestros rotativos nacionales. Y tristemente, como siempre ocurre, la fortaleza y el poder acaban por convertirse en la propia razón de ser de quienes los originan, acaban transmutando en un monstruo avaricioso cuyos medios suelen incluir la explotación, el engaño, el aprovechamiento de las gentes; en un afán de enriquecimiento sin escrúpulos que acaba desembocando en un triste, injusto y aberrante status quo. 

Pues bien, en esta pequeña y concreta realidad de un tranquilo pueblo a medio camino entre Fraga y Monzón, quizás ya lo hayan ubicado ustedes, confluyen varias fechorías deplorables. Y como no puede ser de otro modo, diversos colectivos las sufren en distinto grado y forma.

En primer lugar, los primeros damnificados son los agricultores locales. Ante la dificultad de formar una cooperativa (esto es harina de otro costal), se ven en la obligación de acudir a este tipo de almacenes que les “compran” el producto sin precio. Entregan el fruto de todo un año de trabajo sin conocer apenas qué, cómo y cuándo van a cobrar. Encomendándose a la buena fe de unos monstruos capitalistas que ni quieren ni pueden comprender el significado de dicha expresión. Al final, la realidad es que el producto acaba llegando al mercado a un 400 o 500% del precio que se le paga al productor, habiendo años en que dicho precio está incluso por debajo de los costos de producción. El incremento desmesurado del precio final no es otra cosa que el beneficio depredador de estos almacenes monopolistas. Mientras, el gobierno mira para otro lado.

En segundo lugar, los consumidores, que son quienes acaban pagando mucho más caro el producto de lo que en realidad vale. La contrapartida aquí es que, como en este almacén que nos ocupa, casi toda la fruta se acaba exportando, donde el incremento de precio se justifica por la calidad. Y aquí, en la tierra que produce esta excelente fruta, acabamos consumiendo producto extranjero o de segunda.

En tercer lugar, la discriminación a los españoles. Si, leen ustedes bien, no me he equivocado. A la hora de contratar personal para estos almacenes, el inmigrante es mucho más dócil y apetecible. No se queja ni de la duración de la jornada, ni del sueldo, ni del trabajo en días festivos… Conozco testimonios reales de gente del pueblo en paro, padres de familia, a los que se les deniega el puesto. No conviene que la gente del lugar conozca demasiado lo que allí ocurre. Poco más del 5 % son del pueblo, chavales sobre los 16 años que, entre collejas, apenas entienden lo que ocurre.

En cuarto lugar, es otra realidad que la mayor parte del dinero que no sin esfuerzo y vejación ganan estos inmigrantes, se acaba exportando al final de campaña… para no volver a nuestras fronteras.

Y por último, como postre final, la explotación, el maltrato, los insultos, la coacción y tantos calificativos peyorativos como se les ocurra, a esos trabajadores que tras los agricultores, tanto dinero hacen ganar a estos banqueros del monopolio agrícola. Peones multiculturales de un capitalismo del terror que cada día, dicho sea de paso, está más de moda en este puto país.

La realidad es así de cruda: jornadas medias de 12 horas de lunes a sábado, días de
hasta 15 horas, trabajo en días festivos, sueldos de menos de 5 €/h, limitación de ir al baño más de una vez en la mañana y otra en la tarde (gente con verdadero miedo por ir al servicio), insultos, continuo desprecio, amenazas… Despidos sin explicación alguna, pequeñas agresiones físicas, prohibición de hablar o escuchar música… Todo ello, queridos lectores, aquí, a las puertas de sus casas, en pleno siglo XXI, donde los derechos del trabajador no es que se hayan reducido, sino que prácticamente han desaparecido. Un cóctel de postguerra, donde los señoritos, ahora siquiera con un mínimo de cultura (el primer insulto; el segundo de tan larga retahíla es su discutible capacidad mental), desprecian en catalán en tierras aragonesas. [Un inciso: que sí, que en la franja se habla catalán, que si, lo respeto, pero en este pueblo no].

El dinero que esta pobre gente gana, son apenas las migajas del pastel, pero incluso estas migajas están vetadas a los lugareños, a aquellos cuyos padres nacieron aquí mucho antes que estas empresas voraces nacieran, empresas que vinieron de fuera a insultar y cometer, impunemente, fechorías en nuestra querida tierra, la que heredarán nuestros hijos.

Y cada tarde de verano, la gente maldice por lo bajo en el bar o al fresco de las calles, se envalentona junto al merecido refrigerio del final de una dura jornada, pero al caer la noche, ante el bombardeo de terror televisivo auditado por quienes lo producen, el valor da paso a la prudencia, al miedo, al silencio, la inacción… 

Habrá quien se regocije y piense: a ver hasta cuándo el moderno circo romano del balón puede seguir distrayendo a la plebe. Tendremos que ganar la próxima Eurocopa, o algo se nos habrá de ocurrir después.

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